Pocos escenarios han encendido más el imaginario colectivo durante la modernidad que el de la eclosión vanguardista en Montmartre. Subyugados todavía por el paradigma de artista engendrado durante el Romanticismo, la vida bohemia y de excesos que acogió este distrito parisino en los primeros años del siglo XX condensa todos aquellos elementos de malditismo y rebeldía que presuponemos al “artista auténtico”. Durante algo más de una década, Montmartre fue el epicentro del arte occidental: la mayor parte de la pulsión transgresora y experimental que actuó como motor de las vanguardias, pululaba por sus calles. Pocos fueron los privilegiados que vivieron toda esta irrepetible revolución artística desde su tuétano, compartiendo confidencias y absenta con sus protagonistas. Y entre este reducido círculo, Francisca Calpe – la protagonista de esta novela– destaca por los intensos vínculos emocionales que estableció con algunos de los gigantes de las vanguardias.
La Española de Montmartre, de José María Goñi, narra la trayectoria vital “en boomerang” de Francisca: una joven con inquietudes, en un contexto represor, que viaja desde Castellón a Barcelona y desde Barcelona hasta París para explorar la topografía multidimensional de una vida libre de los determinismos morales de la época. El encadenamiento de situaciones adversas y el contexto social, le hará volver al punto de partida y renunciar así a la actitud desembridada que vivió durante años.Francisca llega a Montmartre acompañada de Carlos–“el amor de mi vida”, como expresa en varias ocasiones–. Su llegada a este hervidero de creatividad se produce en 1909, momento en el que Picasso, Braque y Juan Gris se encuentran en plena exploración del “cubismo analítico”, y justo en la antesala de que la relación del artista malagueño con su primera pareja, Fernande Olivier comience a agriarse. En este contexto crítico, Francisca y Carlos empiezan a adentrarse en uno de los círculos creativos más fecundos del siglo XX: el que, en torno a Picasso, aglutina a la propia Fernande, Max Jacob, Apollinaire, André Salmon y Manuel Pallarés –los más próximos al autor de Las Señoritas de Avignon–; y, luego, con diferentes grados de proximidad a él, a nombres como Aristide Maillol, Juan Gris, Gertrude Stein, Kees van Dongen, María Blanchard, Georges Braque, Sergei Diaghilev Suzanne Valadon y un largo etcétera.
Es indudable que La Española de Montmartre constituye una obra literaria clave para explorar la morfología emocional de las van- guardias parisinas - la simple red de relaciones que establecen los dos protagonistas a su llegada a Francia ya convierte este libro en una fuente obligada de consulta para los historiadores del arte–. Pero –y esto es importante subrayarlo– la manera en que José Ma-ría Goñi deglute toda la información disponible sobre la azaroda vida de estas dos personas, se caracteriza una por una honestidad e inteligencia abrumadoras. El escritor podría haber caído perfectamente en el embrujo de una galería de personajes tan abracadabrante como la conformada por estos transformadores del arte. En cambio, el ambiente artístico de Montmartre es articulado como un horizonte experiencial para Francisca y Carlos – aunque sobre todo para la primera–. Una de las grandes fortalezas que tiene esta novela es que en ningún momento de la narración desborda la estructura subjetiva de Francisca. Jamás se cae en la tentación de multiplicar los puntos de vista para otorgar mayor protagonismo a los grandes nombres de la vanguardia. La capacidad de contención narrativa que demuestra Goñi resulta encomiable en este sentido. Porque solo de esa manera, los Apollinaire, Max Jacob y compañía son calibrados en su punto de humanidad exacto, alejando la tentación de convertirlos en presencias exóticas y decorativas. Cada escena en este libro se halla filtrada por los ojos de Francisca. Y, a resultas de ello, el relato adquiere una autenticidad emocional que impregna a cada personaje.
Que un hombre elija como narradora única y omniabarcadora a una mujer lo sitúa en un desafío no pequeño: que la subjetividad femenina no parezca impostada y elaborada mediante fórmulas estereotipadas. En el caso de La Española de Montmartre, este reto es superado con indudable éxito: Goñi consigue feminizar el sujeto femenino. Y de ello se deriva una narración absorbente, capaz de introducirse entre los más finos pliegues dramáticos y estremecer al lector. Ante la ausencia de un narrador neutro, todo el peso del relato recae sobre la capacidad de asimilación que tiene Francisca de cuanto sucede a su alrededor. A través del papel vertebrador de los diálogos-en cuya ejecutoria Goñi se revela como un
gran cultivador–, la subjetividad de Francisca establece una je-rarquización emocional del resto de personajes: Carlos es, por supuesto, el personaje con cuyo intemperante mundo interior más se llega a familiarizar el lector; luego viene su hermana María, su propia madre y Fernande –a la que Goñi logra “independizar” del vampírico Picasso para hacerla sostenerse por sí misma–. La sutileza con la que Goñi construye el presonaje de Francisca, conduce a que su comportamiento omnímodo en la narración resulte compatible con la definición de realidades autónomas –como las de los mencionados Carlos, María o Fernande–. En ningún momento Francisca se muestra con una subjetividad invasiva; antes bien, su cosmovisión respetuosa de la vida le lleva a dignificar a cada uno de los personajes que se cruzan con ella.
Pedro Alberto Cruz Sánchez
Doctor en Historia del Arte,
poeta, ensayista y crítico de arte.
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